Mutismo selectivo: niñez que calla ante una sociedad que le excluye
J.C. optó por callar. No fue una decisión que tomara a conciencia, pues su intelecto, aún en desarrollo, no le permite decidir con claridad lo que es correcto o conveniente. A sus cuatro añitos, sus acciones todavía son los impulsos neurológicos de un cerebro inmaduro que funciona con un retraso de dos años.
El infante sufre lo que la ciencia de la psicología define como mutismo selectivo, una condición en la que un individuo, con las capacidades para hablar, no lo hace y se expresa con una timidez casi extrema.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) lo describe como un tipo de trastorno de ansiedad consistente en la “incapacidad constante para hablar en ciertas situaciones sociales, a pesar de la capacidad de hablar cómodamente en otros entornos; algo que afecta principalmente a los niños”.
La condición no es común. La Asociación de Mutismo Selectivo (SMA, por sus siglas en inglés) dice que es poco frecuente; aproximadamente uno de cada 140 niños en la consulta psicológica se ve afectado y la edad de manifestación es generalmente entre los dos y cuatro años. El organismo dice que el trastorno es más notable cuando el niño ingresa a la escuela.
El de J.C., sin embargo, fue advertido por su madre desde antes, cuando el niño tenía apenas un año y ella sentía que no se comportaba igual a los otros dos hijos que tenía. Se comportaba con una tranquilidad inquietante para ella.
“Al año y medio, yo notaba que no era un niño que se ponía a curiosear como lo hacen (los demás) a esa edad -narra-. Yo lo dejaba a un lado y se quedaba ahí mismo. A los dos años cumplidos, yo veía que, cuando íbamos a cumpleaños y había mucha bulla, él se ponía a llorar fuerte. Me decía: ¡wao!, será que ese niño va a salir con problemas de autismo, pero notaba que esa reacción era solo cuando había personas desconocidas”.
Aquel hallazgo fue demoledor para ella, pues no solo fueron las culpas y penas pensando qué pudo haber hecho mal para que su bebé padeciera ese trastorno, sino el tener que enfrentar una condición hasta entonces desconocida en su mundo, sin los recursos que demanda su tratamiento.
También chocó contra la implacable actitud de una sociedad y un Estado que le niegan apoyo y la excluyen, obligándola a un sacrificio económico que excede sus posibilidades, dada su condición de empleada con salario inferior a los 20,000 pesos.
El trastorno de mutismo selectivo se puede superar con las terapias apropiadas. (KEVIN RIVAS)
Una condición “para ricos”
Tras las evaluaciones iniciales que dieron con el padecimiento del mutismo selectivo en J.C., sus padres debieron someterlo a terapias que les costaban 4,000 pesos cada una. El niño requería por lo menos tres por semana, pero la condición económica de la familia le permitía una cada mes, hasta que tuvieron que interrumpir el tratamiento por no poder pagarlo.
También ncesitaba de varios estudios que eran muy costosos (10,000 o 15,000 pesos); algunos siguen pendientes a más de dos años de la indicación, por falta de dinero. “Esta no es una enfermedad para gente pobre, sino para gente rica”, comenta la madre.
Trabajar el entorno familiar y escolar
El mutismo selectivo puede encontrar su origen en factores hereditarios, por traumatismo o ser emocional. La psicóloga clínica y terapeuta familiar, Lourdes Pérez, explica que muchos de esos casos pueden tratarse sin farmacoterapia para los síntomas de ansiedad infantil.
“La evaluación requiere reporte de terceros: padres y docentes (observación directa del niño o niña), y diagnóstico diferencial con neurología o psiquiatría. Luego, la intervención implica fortalecer las destrezas de comunicación en los padres y docentes para que produzcan seguridad en el niño o niña y favorezcan experiencias gratificantes en las interacciones con iguales y con los adultos”, dice.
Pérez, quien en su práctica profesional ha tenido unos cinco casos de este tipo, señala que la intervención exitosa en esos casos consistió en generar una relación de mutua colaboración entre el sistema escolar y el familiar.
Lo de la relación escuela-familia lo recalca, porque –dice– muchas veces ambos se acusan mutuamente de ser responsables del comportamiento del niño, en lugar de trabajar en colaboración.
Una situación parecida ocurrió con uno de los casos que trató. Los padres de una niña acusaban al colegio de un mal manejo o incapacidad para tratarla, mientras el colegio acusaba a los padres de ocultarle información y no aceptar el problema de su hija. Tristemente, recuerda, el tema se resolvió sacando a la niña del colegio y de la terapia que debía recibir.
“Esa resistencia o desacuerdo puede darse en la fase inicial, y luego, con la evaluación y el proceso de colaboración que genera la terapia, tienden a deponerse estas actitudes”, explica.
Pérez también ve importante que se manejen la ansiedad y sentimientos de culpa en los progenitores y que se confirme el potencial del ambiente escolar y la relación docente-alumno para la remisión de los síntomas.
Dificultades, penas y exclusión
La madre de J.C.le comparte merienda. (KEVIN RIVAS)
Tras el diagnóstico a su hijo, la madre de J.C. vivió momentos difíciles que le llevaron a dejar su trabajo, pues no lograba quien atendiera al niño con el cuidado que requería; su esposo se accidentó y los ingresos siguieron mermando.
Para afrontar la situación, tuvieron que mudarse a una casa con condiciones menos favorables, y sus otros dos hijos, ya adolescentes, salieron de la escuela privada a la que iban para matricularse en una pública.
“Mi hija (de 16 años) me dice que ella no quiere ir a la escuela donde está ahora, porque se pelea mucho, que le da miedo, pero le digo que se tiene que quedar ahí, pues no tengo cómo pagar otra”, cuenta la mujer que, hace apenas un mes, volvió a trabajar para poder aumentar un poco el ingreso familiar.
Ella es cristiana y su fe la ayuda a sobrellevar una situación que, al inicio, le provocó mucho llanto y resentimientos pues, aunque su padre (abuelo de J.C.) tiene una condición (no tratada) similar a la del niño, llegó a pensar que ella pudo haber afectado a su hijo durante el embarazo, porque casi no comía.
La mujer también estudia psicología y trabaja en colegios con niños, lo que la lleva ahora a tener una idea más clara del trastorno y a saber que, con el tratamiento adecuado, su hijo lo superará.
Lo que todavía no entiende es el rechazo que a su pequeño le ha tocado vivir.
Actualmente, J.C. no acude a una escuela, aunque ya el sistema educativo nacional admite a los niños desde los tres años y sus autoridades dicen contar con un programa de atención especial para los alumnos con necesidades específicas.
J.C. observa la lluvia en su pequeña vivienda en Pedro Brand. (KEVIN RIVAS)
“Yo saqué el niño del colegio porque no tenía la atención debida. En este país, los maestros no están preparados para atender a estos niños. Los rechazan. Incluso, yo conozco maestras allegadas a mí y, cuando les hablo de llevar el niño a sus escuelas, me rebotan, me dicen que está lleno”, se queja la madre.
Sigue contando: “El año pasado quise llevarlo a la escuela pública y vi el rechazo. Lo intenté este año y lo mismo. Me dicen que no hay cupo, pero luego, profesores del mismo centro me dijeron que sí había cupo”.
La mujer señala que la condición del niño no le impide un aprendizaje regular, el que le ayudaría a un mejor desarrollo. Entre sus penurias, piensa en poder escolarizarlo y en conseguir ayuda para que el menor vuelva a las terapias a terminar su tratamiento. Ha pensado en acudir al Centro de Atención Integral para la Discapacidad (CAID), por ser una institución gratuita y del gobierno, pero cree que sin un intermediario que le recomiende, no tendría oportunidad de entrar.
Mientras la madre sigue orando y esperando el milagro, J.C. juega en un mundo de silencio, observando la lluvia de a rato, o mirando la televisión e intentando simular los sonidos de algunos animales que ve en la pantalla del aparato, colocado sobre la mesa en la pequeña vivienda en Pedro Brand.
Recomendaciones tomadas de la Asociación de Mutismo Selectivo
Habla libremente en casa y con la familia, pero no habla debido a la ansiedad en lugares públicos o con extraños.
Está paralizado por el miedo o se cierra por completo cuando no puede comunicarse.
Tiene dificultades para hacer contacto visual cuando se siente incómodo.
Conductualmente inhibido.
Prefiere señalar, asentir, escribir y otras formas de comunicación no verbal para responder preguntas.
Habla a través de una persona de confianza, por ejemplo, susurrar una respuesta a una pregunta a un padre o amigo en la escuela.